Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace, dijo Sancho, que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de batanar y aporrear el sentido. Válate el diablo por hombre, replicó Don Quijote. ¿Qué va de yelmo a batanes? No sé nada, respondió Sancho; mas a fe que si yo pudiera hablar tanto como solía, que quizá diera tales razones que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice. ¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? dijo Don Quijote. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? Lo que veo y columbro, respondió Sancho, no es sino un hombre sobre un asno pardo como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra. Pues ese es el yelmo de Mambrino, dijo Don Quijote: apártate a una parte y déjame con él a solas, verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura, y queda por mío el yelmo que tanto he deseado. Yo me tengo en cuidado en cuidado el apartarme, replicó Sancho; mas quiera Dios, tornó a decir, que orégano sea, y no batanes. Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis ni por pienso más eso de los batanes, dijo Don Quijote, que voto... y no digo más, que os batanée el alma. Calló Sancho con temor que su amo no cumpliese el voto que le había echado redondo como una bola.


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