En esto hizo su operación el brevaje, y comenzó el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales con tanta priesa que la estera de enea, sobre quien se había vuelto a echar, ni la manta de angeo con que se cubría fueron más de provecho; sudaba y trasudaba con tales parasismos y accidentes, que no solamente él, sino todos pensaban que se le acababa la vida. Duróle esta borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo de las cuales no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado que no se podía tener; pero Don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso partirse luego a buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allí se tardaba era quitársele al mundo y a los en él menesterosos de su favor y amparo, y más con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo; y así forzado deste deseo, él mismo ensilló a Rocinante, y enalbardó al jumento de su escudero, a quién también ayudó a vestir y subir en el asno; púsose luego a caballo, y llegánose a un rincón de la venta, y asió de un lanzón que allí estaba para que le sirviese de lanza.


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